Me imaginé comprando en un almacén. Al llegar a la caja, sacaba una tarjeta y pagaba con tiempo. Sí: horas, minutos y segundos. Una especie de tarjeta SUBE que, en lugar de cargarse con dinero, la cargaba con una determinada cantidad de horas de vida acorde a las necesidades del día que estaba por iniciar. Con ella podía viajar, comer, vestirme, estudiar, vivir. En ese mundo no hacía falta acumular, se andaba con lo necesario.
Aquello fue solo un sueño, pero permaneció en mí de manera insistente y con el tiempo se terminó transformando en idea.
¿Alguien puede imaginar qué pasaría si el mundo se organizara en torno al tiempo? ¿Cómo sería un préstamo del FMI medido en tiempo? ¿Cuántos millones de horas implicaría?, ¿mandarían gente en aviones para cubrirlas? ¿robots? ¿Cuánta deuda de tiempo podría tolerar un balance para no dejar de “ser razonable”? Con el tiempo como moneda de cambio, ¿sería posible la emisión de un bono de deuda con pago a 100 años? ¿Emitiríamos deuda con tanta libertad siendo conscientes de que su devolución es a costa del tiempo de nuestra vida? A partir de la persistencia de estas preguntas, llegué a los desconocidos Bancos de tiempo.
De un rato a esta parte, la economía dejó de ser ciencia para pasar a ser arte. Por eso, preguntarnos acerca de las posibilidades de lo inexistente es casi una obligación. La réplica de teorías cambalache fallan por obsoletas porque no hay antecedentes de este presente. Las prácticas de posesión y consumo que hemos desarrollado durante los últimos años de la historia universal nos han puesto al borde del abismo. Es indispensable desarrollar modelos de abastecimiento que vuelvan a incluir lo esencial: compartir, intercambiar, alquilar, prestar, regalar. Es necesario apelar al instinto mamífero y volver a saciar la sed con agua, y no con otra cosa.
En el camino hacia una mejor organización social, política y económica también se logra una mejor comprensión de uno mismo dentro de esa gran trama. En ese tránsito, cuya esencia es la mejora de lo vincular, es posible detectar cuál está siendo nuestro verdadero punto de vista, y, por ende, cuáles son nuestras posibilidades reales de acción. De esta forma, surgen respuestas particulares para las preguntas generales. ¿Cuántos bienes o servicios consumimos sin verdadera necesidad? ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué impacto en nuestro hoy habrá tenido todo ese consumo individual descomunal que venimos practicando desde hace un tiempo largo?
En este contexto de urgencia socio-ambiental política, es fundamental recordar que las ciencias económicas son, en esencia, ciencias blandas, es decir, ciencias sociales, no ciencias exactas. La función primordial de la economía desaparece cuando se la deja de entender como una herramienta de dinámica organizativa de la sociedad en relación al todo, y se la pasa a usar para otros fines. Articular la imagen de un sueño en donde el tiempo era la moneda de pago universal con las posibilidades de lo real, deja de ser una ilusión naif para pasar a ser el estudio de una posibilidad.
Estas dinámicas organizativas con las que me topé a raíz de aquel “sueño puente”, son llamadas Bancos de tiempo; intercambian bienes y servicios recurriendo al tiempo como moneda de pago. Representan la expresión formal de una lógica de abastecimiento basada en la colaboración e intercambio de lo necesario, y no en la acumulación de lo contingente. Dentro de este tipo de dinámicas se gana porque se genera el vínculo, no por la entrega de la cosa o el intercambio del servicio en sí. Alguien debe haber soñado alguna vez con este tipo de prácticas, ¿qué opinan?
Tal vez a partir de la práctica de lo pequeño encontremos una posibilidad formal que contenga lo gigante.
A continuación el link para investigar este universo. Quedamos en contacto.
www.bdtonline.org
“* y de esta manera se pueden repetir miles y miles de intercambios, con el principio de igualdad y justicia, donde la única moneda de cambio es nuestro tiempo”